Perséfone 006: El fuego que regresa (II): Llamas

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EN EL NÚMERO ANTERIOR:
Perséfone intenta recuperar su antigua vida, volviendo a dar clases en la Universidad de Blugdor. Los días pasan monótonos hasta que el regreso de un antiguo compañero, Edward Lutrell, rompe la tranquilidad del campus.

***

—El nuevo edificio del rectorado es espantoso —Edward frunció el ceño a pesar de que solo se veía la mole delante de ellos.
—Fuiste tú el que quemó el antiguo —le reprochó Perséfone al tiempo que hacía gestos para que se callara; por supuesto, él la ignoró.
—¡Oh! Ahora tendré yo la culpa de que el rector no sepa contratar un arquitecto decente.
—¿Uno que lo pintaría de naranja? Y fue tu padre el que lo contrató.
—Mi padre nunca ha tenido buen gusto… ¿No has visto la sede de la empresa? Qué manía con tenerlo todo de ese aburrido gris… El Rectorado debe destacar.
—Calla…
Edward hizo un gesto con el dedo indicando que se mantendría en silencio. Un guardia de seguridad patrullaba el campus y ella sabía dónde y en qué momento se cruzarían con él. Su ruta era siempre la misma y quizás esa noche, después del incendio, estaría más alerta que de costumbre. El edificio de profesores estaba acordonado para que nadie se acercara, pero no era ese el objetivo hacia el que se dirigían, sino al edificio donde se encontraban las aulas de ciencias.
Perséfone maldijo por lo bajo cuando distinguió la silueta familiar, acercándose. No quería hacer daño a ese pobre hombre. Se cruzaban por las noches, cuando ella salía de trabajar demasiado tarde y se saludaban. A veces incluso intercambiaban unas palabras quejándose del trabajo o del tiempo. No. A la que saludaba era a Pat Fisher y ahora era Perséfone, que había salido del infierno. O estaba volviendo a él. Y el guardia de seguridad se interponía entre ella y su objetivo. Rebuscó en su bolso un segundo y sacó un objeto. Edward no podía ver qué era y se mantuvo a la espera mientras ella lo arrojaba. Una nube de humo envolvió al vigilante, que cayó inconsciente al suelo antes de comprender qué estaba pasando.
—Humo sin fuego… de aficionados —Edward parecía decepcionado. Ella no le hizo el menor caso.
—Sigamos —ordenó, avanzando sin comprobar que él la seguía.
—Siempre me he preguntado qué llevas en el bolso —estaba muy cerca, a su espalda, pero no oía sus pasos detrás de ella.
—En realidad no quieres saberlo —respondió, cortante.
—Tampoco tú querías acompañarme —repuso él.
Eso no era del todo cierto, se había dejado convencer con facilidad y sus torpes protestas habían sido más para justificarse ante sí misma que para él. La noche que habían pasado juntos en el pequeño apartamento había sido larga, con la llama que brotaba entre los dedos de Edward ardiendo entre ellos hasta que se consumió y dejó el suelo manchado de ceniza.
 ***
—No pienso ayudarte si no me lo cuentas todo —le había dicho con los brazos cruzados y dando vueltas por la habitación. Él sabía que hablaba en serio. No tenía que esforzarse en convencerla, solo tenía que explicárselo y es lo que hizo. Al principio Edward había remoloneado un poco, como si contárselo le diera pereza más que por que fuera necesario guardar el secreto. Había apelado a su amistad y a su pasado común, había invocado viejos recuerdos, pero ella se había mostrado inflexible. El pasado estaba muy lejos y no le apetecía recordarlo. El pasado estaba muerto y ella ya no era la mujer que Edward había conocido, era una extraña que se hacía pasar por ella. Ni siquiera estaba segura de que alguna vez hubiera deseado volver a él.
Quizás el error había sido intentar buscar ese pasado al que había renunciado; podría haber empezado de nuevo en otro lugar, podría haberse buscado otra vida, lejos de Blugdor, lejos de Kain… Imaginar que ya no era responsabilidad suya, pero sí lo era… Se dio cuenta de pronto de que Edward había empezado a hablar.
—No sé si te acuerdas del profesor Bayley, me estaba dirigiendo un proyecto del que no te hablé.
Perséfone asintió con la cabeza.
—Ahora es jefe de departamento —había sido una de las novedades que había encontrado a su regreso, las cosas cambiaban aunque aparentemente todo pareciera estar igual.
—¿Solo eso? Lo hacía por lo menos rector —Edward sonrió—. Era un proyecto secreto, por eso no te lo conté, me estaba ayudando Tim. ¿Te acuerdas de él? Un chico pelirrojo lleno de pecas. Tim Hartley.
—Sí, lo recuerdo, pero hace mucho que le perdí la pista. Dejó la universidad.
—Yo también hace mucho que no le veo… Como a todos, en realidad… En fin, cuando me expul… cuando me fui, el proyecto se quedó a medias. El profesor Bayley tenía parte de la documentación, pero no había visto los avances y no le conté nada. Durante un tiempo me estuvo llamando para que lo continuara, aunque fuera de forma independiente, montando un laboratorio en casa, él estaba dispuesto a darme clases particulares… Entonces estaba enfadado y no quise ni oír hablar del tema, quería olvidarme de todo lo que tuviera que ver con la química. Bayley siguió insistiendo, al principio en plan paternal, dándome consejos y animándome pero después… Cuando vio que eso no servía comenzó a abroncarme, después pasó a amenazarme y ha terminado mandando matones. En realidad ni siquiera le interesa que lo continúe yo, solo quiere mis notas para poder desarrollarlo él. Incluso intentó robarme, pero las notas no están en casa. No sabe dónde las tengo.
—Siguen en la facultad —Perséfone se había levantado y se apoyaba contra la ventana. Lo miró. Desde las distancia siempre había visto la cosas más claras. La media sonrisa que apareció en el rostro de su compañero le dijo que había acertado.
—Siempre has sido lista. Sí, me fui y lo dejé todo allí, ni me preocupé… Están a salvo, por supuesto, pero Bayley tampoco tardará en darse cuenta y quiero recuperarlo antes de qué él lo encuentre. Por eso te necesito, para colarme en la universidad de forma discreta. Tú conoces bien el campus y tienes llaves para entrar.
Sonaba bien, los planes de Edward siempre tenían buen sabor aunque al final te dejaban un regusto amargo. ¿Dónde estaba la trampa esta vez? ¿Por qué buscar ahora las notas, después de tantos años? ¿Por qué buscaba discreción cuando había hecho arder un edificio?
—¿Y en qué consiste tu proyecto? —Perséfone se había cruzado de brazos, sin dar el sí que él esperaba. La pregunta hizo que sus ojos brillaran, ilusionados.
—Oh, era grandioso. Un arma que podrá quemar una ciudad entera cuando esté terminada. Será tan… hermoso.
—Y peligroso —Perséfone sopesaba las opciones, la parte de verdad y de mentira que habría en aquella historia. Conocía a Bayley, había sido profesor suyo en sus tiempos de estudiante, habían trabajado juntos en algún proyecto durante sus primeras investigaciones y ahora era uno de los pocos que la había recibido con los brazos abiertos a su vuelta. Lo había visto ascender de profesor asociado a jefe de departamento. El sillón de rector no estaba muy lejos y sus ambiciones parecían dirigirse en esa dirección, pero era algo para lo que se necesitaba dinero. Había escuchado rumores de que había vendido proyectos de la universidad a empresas antes de que se patentaran, pero nunca habían tenido pruebas de ello. Él solía decir que los rumores eran provocados por gente envidiosa de su rápido ascenso y que si alguien tuviera pruebas ya lo habrían acusado.
No siempre te acusan de los crímenes que cometes, eso Perséfone lo sabía muy bien.
—Podemos ir mañana por la noche, no debe caer en malas manos —Edward tampoco le estaba dando demasiado tiempo para investigar antes de tomar una decisión. ¿Y por qué tenía que pensarlo tanto? Lo ayudaría, por los viejos tiempos y porque le apetecía.
—No sé yo si las manos de Bayley son más peligrosas que las tuyas —le dijo, intentando pincharlo. Edward sonrió porque eso ya era un sí.
—Yo solo hago daño a la gente que me ataca, como has visto antes; mientras que Bayley venderá el arma al mejor postor, que no la empleará para divertirse. Y además, yo contrataré buenos arquitectos después de quemar… lo que sea que queme, que ni siquiera lo sé. Vamos, Pat, será divertido.
«La vida no es un juego, Edward». ¿Cuántas veces le había dicho eso?
«Tú la haces aburrida», respondía él. «Deja que brille, deja que se consuma. Déjalo todo por algo que merezca la pena».
«Y al final lo dejé todo por una voz sin rostro. ¿Y para qué? Pero lo volvería a hacer. Oh, sí, lo haría de nuevo. A pesar de todo».
—El arma…
—No está terminada, solo llegué a desarrollar un prototipo que no terminé de montar, no supone ningún peligro ahora mismo y quizás nunca funcione… o quizás sí logre terminarla… si me pongo a ello, claro. Te prometo que si lo consigo te enterarás, asientos de primera fila… No lo pienses, Pat. Bayley la venderá. ¿Conoces a alguien a quien pudiera interesarle algo así? ¿Sabes qué hará con ello? Hemos tenido bastante guerra.
Más de la que Edward pensaba, él no sabía cuánto había perdido ella en la Guerra de las Ocho Colonias, y sin saberlo. Y tenía razón, conocía a demasiada gente que desearía tener un arma así y que no la usarían para provocar fuegos artificiales.
Y había dicho que sí.
 ***
Ahora avanzaban a través de los pasillos de las aulas de ciencias. Le eran tan familiares que habría podido caminar por ellos con los ojos cerrados. De todas formas Edward hacía mucho que no los pisaba y prefería no arriesgarse así que sacó del bolso una linterna para que alumbrara el camino. El laboratorio donde solían trabajar en sus tiempos de estudiante estaba en el sótano, era una habitación sin ventanas con largas mesas llenas de tubos de ensayo y una hilera de archivadores pegados a una de las paredes. Allí sólo se guardaban los proyectos de los últimos alumnos, aquellos en los que estaban trabajando en la actualidad. Perséfone no entendía cómo nadie había trasladado ya el proyecto de Edward al departamento con los trabajos sin concluir. Debía estar muy bien escondido.
Quizás demasiado, hasta para él. Su compañero miraba las paredes, algo confuso, como si no terminara de situarse. Ella resopló. ¿Qué había esperado? ¿Qué todo continuara igual?
—Hemos cambiado la distribución —aclaró. En realidad la habían cambiado en más de una ocasión, cada vez que llegaba algún aparato nuevo y había que hacerle sitio. Perséfone se encogió de hombros, no podía hacer nada. El pasado solo queda inmutable en los recuerdos, ni siquiera en ellos, pues hay cosas que olvidamos o que recordamos distintas a como eran realmente. Edward permaneció un momento con los brazos en jarras, pensativo, hasta que se decidió por uno de los archivadores. Perséfone llevaba las llaves, pero él no hizo intención de abrirlo sino que intentó retirarlo de la pared. No pudo moverlo y le dio una patada, frustrado.
Se volvió hacia ella.
—No te quedes ahí mirando, ¡ayúdame!
Ella resopló de nuevo, pero se acercó a ayudarle. Entre los dos consiguieron moverlo, detrás no había nada: la pared gris y el suelo enlosado con formas geométricas anaranjadas. El archivador era nuevo, no podía haber nada allí.
Sin embargo, Edward sonreía satisfecho. Ignoró el mueble de metal y se agachó en el suelo. Sacó del bolsillo un pequeño aparato que ella no conocía, era plano y circular y le recordó a un ambientador de los que se adherían a las paredes. Edward lo puso en el suelo, entre la junta de las dos losas y apretó. Esperó a que entrara en calor y la losa empezó a calentarse. Sonó un chasquido y se desprendió, quedando suspendida por una bisagra al otro lado y dejando ver un agujero que descendía hacia las profundidades de la tierra. Había una escala de metal apoyada en uno de los laterales. Perséfone dirigió la antorcha al hueco, pero no se veía el fondo. Descendía hasta las profundidades del subsuelo.
—Una cerradura térmica —explicó él, volviendo a guardarse el disco—. ¿Bajamos?
—¿Cómo…? —Perséfone no se molestó en ocultar su sorpresa, por supuesto, él estaba encantado.
—Lo quemé. ¿No lo recuerdas? El laboratorio ardió por los cuatro costados y mi padre lo reconstruyó. Yo elegí la solería, sabía que al final pintarían las paredes de gris… ¡Vamos!
Edward no la esperó, se agarró a la escala y descendió con agilidad por los escalones herrumbrosos. Perséfone lo siguió con más precaución. Notaba el calor subiendo desde abajo, era como descender al mismísimo infierno. ¿Y qué importaba? ¿No lo echaba de menos? El pozo descendía mucho más profundo de lo que esperaba y cada vez hacía más calor. Empezó a preguntarse si no descenderían hasta el núcleo del planeta, aunque eso era imposible. Pensó que sería cosa de su compañero, instalar un interior climatizado en un lugar al que no entraría en años… propio de él. Le hubiera sorprendido no encontrar abajo un fuego ardiendo a perpetuidad.
—Perfecto, lo hemos conseguido —él había llegado al suelo y la esperaba, ella le siguió poco después. Iba a encender de nuevo la linterna, pero Edward presionó un interruptor y se encendieron pequeñas luces que iluminaban tenuemente lo que parecía un largo pasillo. Parecían estar dentro de una caverna, las paredes eran de roca y el suelo estaba apisonado, pero no había sido enlosado.
—Bayley no lo ha descubierto. Nadie ha entrado aquí desde que me marché —Edward parecía más tranquilo al comprobarlo, aunque Perséfone no sabía cómo podía estar tan seguro, el polvo se acumulaba en el suelo, pero había pasado mucho tiempo.
Su compañero se puso en marcha, avanzando con seguridad y sin comprobar si ella lo seguía o no. Perséfone avanzaba más despacio, sin poder quitarse de encima la impresión de que alguien los estaba observando, intentó descubrir las señales de cámaras de seguridad en las paredes, pero no veía ningún dispositivo aparte de las luces.
—Edward, estoy pensando en tu arma…
—Verás el prototipo enseguida.
—Tim estudiaba biología. ¿Buscabas algo que pudieras implantarte?
—¡Por favor! No habría perdido el tiempo convirtiendo mis dedos en cerillas si tuviera algo mejor ¿no crees?
Edward frenó en seco al llegar al final del pasillo. Ante ellos se abría una enorme caverna, pero no era una cavidad natural. Era un espacio cilíndrico y abovedado, junto a una de las paredes ardía un enorme horno del que provenía el calor que sentían cada vez más cerca. Perséfone no quiso acercarse, pero Edward sí lo hizo. Sonreía, como si se encontraba con un viejo amigo al que le apetecía abrazar. Perséfone inspeccionó el lugar con la mirada antes de adentrarse en la estancia, parecía estar a medio construir. El suelo era la misma tierra apisonada del pasillo y solo estaba enlosado en parte, las paredes eran de hormigón, rugoso, sin pulir ni pintar. La parte que parecía estar terminada era donde habían instalado lo que parecía un laboratorio. Allí la pared sí estaba pintada de amarillo y las losas del suelo eran las mismas que en el aula. Una larga mesa ocupaba la mayor parte del espacio y el instrumental se desparramaba sobre ella. Se notaba que había sido usado hacía poco tiempo. Esta vez no dijo nada. Avanzó unos pasos y empezó a recorrer la cueva. Cerca del horno encontró lo que le parecieron enormes cáscaras de huevos, pero no parecía haber ningún animal allí. Era como si hubieran estallado y estuvieran vacíos por dentro.
Edward se acercó a ella y los contempló con tristeza.
—Se los ha comido —le contó—. Yo quería un gran ejército pero nacían atrofiados y él siempre tiene hambre… Nunca ha comido humanos, por cierto.
—¿Qué quieres decir? —un escalofrío recorrió la espalda de Perséfone que instintivamente se llevó la mano al bolso. Edward tenía la mirada fija en los huevos, no la miraba a ella.
—Que siempre hay una primera vez —respondió.
Ella esperaba un ataque por la espalda, estaba preparada para volverse, pero el golpe llegó por donde menos lo esperaba. Edward se giró y le dio un fuerte empujón. Perséfone cayó al suelo, las cáscaras eran duras y afiladas como cristales rotos y apenas pudo evitar caer encima de ellas, pero su compañero no pretendía hacerle daño. En su mano exhibía el trofeo, mostrándoselo, demasiado lejos para que ella pudiera llegar hasta él. Le había quitado el bolso. Edward sonreía. Decían que Lucifer era el más hermoso de los ángeles.
«Solo yo podría equivocarme de infierno».
Una sombra descendió volando desde la bóveda, tan rápida que a Perséfone casi no le dio tiempo a apartarse antes de que impactara contra ella. Rodó por el suelo, alejándose antes de intentar incorporarse. La aberración se posó en el suelo, de pie, delante de ella, como si quisiera que la contemplara. Perséfone no apartó la mirada de esa criatura vagamente humana que tenía delante. Reconocía los rasgos familiares, o los adivinaba, porque estaba casi irreconocible: su piel se había vuelto como la de un reptil y había adquirido cierto tono rojizo, le habían crecido alas coriáceas en la espalda y sus manos se habían curvado como garras. Conservaba el cabello, que seguía siendo rojo y rizado, como diminutas llamas. Tim Hartley nunca le había caído del todo bien.
La antipatía era mutua. La criatura abrió la boca y de su aliento salió una llamarada de fuego. Perséfone no esperaba menos.
—¿Qué demonios…?
—Nunca mejor dicho, querida —la interrumpió Edward, aún sosteniendo el bolso como un trofeo—. Ha sido difícil, sobre todo cuando las manos se le deformaron, ya ves el desastre de laboratorio… He trabajado todos estos años a distancia, confiando en Tim porque no podía llegar hasta él. Tenemos un sistema de comunicación, pero es muy rudimentario y falla muchas veces. Es difícil encontrar buena cobertura a esta profundidad. Pero no importa, mi creación ya está lista. ¿No es hermoso?
Como si quisiera lucirse ante su creador, la criatura volvió a elevarse y planeó antes de descender en picado, lanzando otra bocanada de fuego. Perséfone no conseguía reaccionar. ¿Aquello iba en serio? ¡Se suponía que estaban en el mismo bando!
«Me traicionan los míos, me ayudan mis enemigos… Tiene que haber algo que no estoy haciendo bien».
Se agachó y esquivó las llamas a duras penas, pero esquivar no era suficiente, no podría aguantar mucho tiempo. Edward había sido listo, la había llevado a una trampa sin que ella lo sospechara siquiera, la había desarmado… o eso creía.
—Pat, no te esfuerces, la caverna no es tan grande.
—¡Soy Perséfone! —pronunció el nombre como si fuera en sí mismo un desafío y después añadió, en voz baja—. No vas a darme lecciones de lo que es un infierno.
Ella había estado en todos, el infierno de la traición, el deshonor, el de los remordimientos. El infierno de la pérdida y el reencuentro, el del dolor y la derrota. Había tantos y todos los llevaba dentro. Se había sentido bien al gritar su nombre, al oírlo resonar en las paredes, repetido por el eco. Edward lo recordaría. El rostro de su antiguo condiscípulo había perdido la sonrisa. «Eso es, Edward. Nunca te fíes de mí».
Su mano desapareció en el interior del bolso invisible que llevaba con ella. El segundo bolso que todas las mañana se preguntaba si no debería dejar en casa porque ya nunca le haría falta. El bolso con el que de todas formas cargaba cada día, incapaz de dejarlo atrás. Sus dedos tocaron una granada, que lanzó con toda la fuerza de que era capaz. El proyectil golpeó a Tim en una de las alas, explotó y la membrana se rompió como si hubiera sido una tela de araña. Tim gritó. Perséfone no podía saber si era de rabia o de dolor. Tampoco es que supusiera una gran diferencia. Con el ala sana intentaba planear para no caer.
—Eso no me ha gustado mucho —Edward frunció el ceño.
—Supongo que debería dejar que me asara a fuego lento y se diera un festín.
—Nunca has sido razonable… Perséfone —había dudado un momento antes de pronunciar el nombre, como si él también supiera que aquella chica que había conocido en el pasado ya no existía, como si sintiera que Pat se había ido y que delante tenía a una desconocida a la que no podía medir ni contener.
No sabía de lo que era capaz.
«No tienes ni idea, Edward. No es un juego. He matado. He hecho sufrir a muchos. Nada de lo que te habrán contado sobre mí se acerca a la realidad. Todo es infinitamente más horrible».
Tim aterrizó a duras penas, manteniendo el equilibrio con dificultad, pero esta vez no hizo intenciones de atacarla. Perséfone no bajó la guardia mientras su mano sacaba del bolso invisible una pistola con la que enfrentarse a ella. La sostuvo en el aire, los dedos arqueados en una postura que no permitía intuir su tamaño. El monstruo en el que se había convertido Tim no parecía tenerle miedo, pero sí esperar algo. No se movía. Miraba a Edward. Esperaba su orden.
Perséfone sintió que ella tampoco tenía miedo, o al menos no del ataque. La adrenalina le recorría el cuerpo, era como estar en casa. Si tenía miedo no era de morir, era de matar de nuevo.
Edward no dio ninguna orden, aprovechó que ella apuntaba a Tim para sacar una bola de uno de sus bolsillos que, al arrojarla contra ella, se convirtió en una bola de fuego. Pequeña, débil e inofensiva. Ni siquiera le dio tiempo a considerarla una amenaza cuando sintió que impactaba contra el bolso. Su primer instinto fue agarrarlo, pero quemaba y tuvo que tirarlo al suelo y pisarlo para apagar las llamas.
—No te mataría, Pat. Lo sabes ¿verdad?
—No, tú mandas a otros a que lo hagan —Perséfone no había soltado la pistola y levantó la cabeza a tiempo de ver cómo huían. Disparó, pero la bala rebotó en una de las paredes. Tim corría delante y desapareció en el pasillo. Edward se volvió un segundo y la saludó con un gesto de la mano antes de desaparecer tras él.
Disparó de nuevo. De  pura rabia. Falló. Las luces se apagaron.
Maldiciendo, Perséfone corrió tras ellos dejando el bolso atrás. Comprendía sus intenciones, pero ya era demasiado tarde. Tuvo que guardar la pistola para poder subir a toda prisa por la escala metálica que llevaba hasta la trampilla. Estaba a medio camino cuando vio a Edward asomado a ella, la deslumbró con el haz de una linterna pero Perséfone no se detuvo, siguió subiendo.
—Lo siento, querida, pero sabes demasiado y todavía no estamos listos. Si Bayley te encuentra… algún día… dale recuerdos. ¡Hay comida en la nevera! —dijo Edward antes de cerrar la losa de nuevo. Oyó un chasquido cuando se activó la cerradura, incluso escuchó el sonido del archivador moviéndose hasta quedar encima.
No podía hacer nada, estaba encerrada.


 EN EL PRÓXIMO NÚMERO:
Quedarse encerrada en un subterráneo no entraba dentro de los planes de Perséfone. ¿Qué hará ahora?


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