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EN EL NÚMERO ANTERIOR:
La intervención de Hades da
un resultado inesperado al enfrentamiento de Perséfone con Kain. Se rompe el
único lazo que la seguía ligando con su organización, que dejará de
perseguirla. Al mismo tiempo, la brecha que la separa de su hermano aumenta y
ve cómo es posible que se haya convertido en su peor enemigo. Es el momento de
reflexionar y crearse una nueva vida. Y, quizás, dejar atrás a la mujer en la que se ha transformado.
***
La vuelta al hogar no le había traído más que la constatación de que ya
solo le quedaban recuerdos. Le hubiera gustado encontrarlo todo tan cambiado
que sintiera estar paseando por una ciudad desconocida pero reconocía los
lugares aunque fueran distintos, sin tener del todo claro si realmente habían
cambiado o si es que su recuerdo los había deformado, transformándolos en algo
que nunca habían sido.
Intentaba recuperar su antigua vida, sin saber si en
realidad era una buena idea o si intentaba convencerse a sí misma de que lo
era. Si se marchaba rompería el último lazo, Kain no podría encontrarla si la
buscaba. Y sabía que en algún momento lo haría. «Quizás ya sea demasiado tarde
para estar aquí, cuando ya no me necesita», pensaba. Era habitual que hiciera
las cosas a destiempo, que tomara decisiones que no tuvieran ninguna lógica.
«Solo es más fácil». Sus intentos por buscar a su hermano no habían dado ningún
resultado.
De nuevo tras los muros de la universidad todo se
veía igual a como lo había dejado, pero ella ya no era la misma, no se sentía
como si hubiera recuperado las viejas alpargatas del fondo del armario sino
como si llevara zapatos nuevos que le apretaban. O como si las viejas
zapatillas se le hubieran quedado estrechas y, aunque les tenía cariño, le
costara andar con ellas. Ni siquiera terminaba de sentirse a gusto en su viejo
despacho, ahora libre del polvo que se había acumulado durante su ausencia; la
placa con su nombre relucía en la puerta pero Perséfone la miraba y no se
reconocía. Patricia Fisher. ¿Era ella? A veces sentía que nada de lo que la
rodeaba era real.
Cuando eso sucedía se acercaba a la ventana y la
abría para fumarse un cigarrillo; a través de ella no distinguía los imponentes
edificios de la universidad sino un pequeño trozo del jardín del campus, con el
césped bien recortado y un árbol que apenas había crecido durante su ausencia.
Los estudiantes se sentaban allí y reían sin darse cuenta de que ella los
observaba. ¿Por qué se sentía extraña? Tenía la oportunidad de hacer mejor las
cosas. Sin embargo la Patricia que volvía no era la que se había marchado y la
vida a la que intentaba amoldarse ya no existía. El pasado no vuelve. Lo que
tenía delante de ella era nuevo e incómodo.
Se frotó los ojos, un gesto instintivo de cuando
llevaba gafas. El mundo se veía distinto a través de ellas, no necesariamente
más nítido. En algunas ocasiones sentía que al quitarse las gafas lo que había
hecho era abrirse al mundo que antes no llegaba a percibir. Se había convertido
en otra persona, aunque los rostros de sus conocidos se emborronaban cuando se
acercaban a ella. «Por eso me gusta que mantengan las distancias», pensaba,
porque al estar lejos los veía bien. Al principio, cuando empezó a hacer
prácticas de tiro, estaba convencida de que en realidad no servía de nada ver
la mano agarrando la pistola, que lo importante era el objetivo en la
distancia.
Ni siquiera hacía falta ver la pistola.
Ahora esa parte de su vida había quedado atrás aunque
no hubiera desaparecido, permanecía latente para cuando volviera a encontrarse
de nuevo con Kain mientras sus pies la llevaban ellos solos hasta su despacho
todas las mañanas. Se detenía un momento delante de la puerta y leía su nombre
en la placa dorada, ese nombre que no terminaba de reconocer. Su cuerpo
recordaba los antiguos caminos, tenía la suerte de impartir las clases en las
mismas aulas que antes y podía dejarse llevar con la seguridad de que acabaría
en el lugar correcto. Abría la carpeta y no necesitaba leer sus notas. Sin las
gafas las letras se emborronaban, pero no había vuelto a ponérselas. Dejaba que
su voz hablara sin apoyo y sus alumnos no se daban cuenta.
¿Estaba esperando a Kain como se decía? O necesitaba
volver a una vida tranquila, en la que no llevara una pistola en el bolso ni se
inquietara por cada sombra que veía detrás de ella.
—Profesora Fisher —el alumno se había acercado por la
espalda y Perséfone no pudo reprimir el sobresalto. Tuvo que pensar que ese era
su nombre antes de girarse hacia el joven que la llamaba. No lo reconoció y eso
la hizo sentirse aún más fuera de lugar. Todos sus alumnos eran desconocidos.
¿Con cuántos de ellos había hablado hasta ahora? ¿De cuántos podía recordar el
nombre? Dejó que el muchacho la condujera hasta el césped donde un grupo de
alumnos se reunía bajo un árbol escuálido. Levantó la vista y se fijó en el
edificio de profesores, delante de ellos. Buscó la ventana de su despacho,
desde allí no se distinguía si había alguien tras los cristales.
Los alumnos le hablaban de un posible proyecto para
su clase que necesitaría la aprobación del rector. Se los veía algo nerviosos
al pedirle que los apoyara y ella intentaba concentrarse y escucharlos, aunque
le costaba mantener la mirada fija en ellos. Ahora volvía a ser Patricia
Fisher, Perséfone había quedado atrás. Había abandonado el infierno y regresaba
a la luz. ¿No era ese su destino? Y bajo la luz, estaba condenada a echar de
menos el infierno.
«No es tan fácil dejarlo todo atrás», pensó. Levanto
la vista y contempló el viejo edificio de profesores, pequeño y modesto, tan
diferente al enorme y nuevo edificio del rectorado. Era como una caseta de
perro delante de una gran mansión y, sin embargo…
Se agachó un segundo antes de que todo estallara. No
le sorprendió la explosión, la esperaba. Era como si siempre hubiera estado
ahí. Los cristales haciéndose añicos, su antiguo despacho, su vida tranquila
saltando por los aires. Los jóvenes se pusieron de pie, asustados. El edificio
estaba ardiendo y la gente corría asustada, avisando, gritando. Salían de todos
los edificios invadiendo las zonas al aire libre como una plaga de insectos. De
todos los edificios menos del que estaba en llamas. En unos minutos todo se
volvió caos, humo y confusión. La gente se alejaba en lo que llegaban los
servicios de emergencia y les hacían sitio para que pudieran trabajar. Los
profesores indicaban a los alumnos que se marcharan y el miedo solo se veía
aliviado porque parecía que no había nadie en el edificio de profesores.
Bendecían la casualidad. ¿Lo era? Pat Fisher podría haber pensado que sí, que
había tenido mucha suerte… Perséfone no. Los jóvenes se alejaron de ella
conforme las llamas se elevaban cada vez más alto. «Esto no lo esperabais
¿verdad? Cuando os pidieron que me alejarais de mi despacho con ese proyecto
absurdo. No os recuerdo a ninguno porque es mentira. No estáis en mi clase».
Ella fue la única que mantuvo la tranquilidad y se
quedó bajo el árbol, sintiendo el calor del fuego que amenazaba con extenderse
a los edificios colindantes mientras los operarios acordaban la zona con tal
eficacia que parecía como si también ellos lo hubieran estado esperando. Tal
vez era así.
«El infierno viene a buscarme», pensó Perséfone,
sonriendo.
***
Horas después el incendio había sido controlado, los alumnos evacuados y
las clases suspendidas. La mayoría de los profesores se habían marchado a sus
casas, pero unos cuantos aún continuaban allí, apiñados tras el cordón de
seguridad, preocupados por todo lo que había ardido; muchos tenían allí dentro
toda una vida de estudio.
—Ha sido una suerte que no hubiera nadie en el
edificio —comentaba alguien mientras Perséfone intentaba pasar desapercibida
entre ellos.
—Pero todo el material que ha ardido… será una
pérdida incalculable —le respondía otro.
—¿Cuándo nos dejarán entrar?
—Aún no han terminado de apuntalar, cuando no haya
peligro. Me pregunto dónde nos trasladaran mientras lo reconstruyen.
—Dicen que nos harán sitio en el rectorado.
—Ya veremos, seguro que instalan un aula prefabricada
como cuando se incendió el laboratorio.
—¿En qué piensas, Pat? —la voz de Martin, uno de sus
compañeros, dirigiéndose directamente a ella hizo que Perséfone volviera a la
realidad. Sus ojos dejaron de contemplar a los operarios y se giró hacia su
interlocutor. Pensaba en que cuando se disipaba el humo las cosas se veían
siempre más claras, pero no iba a decírselo.
—En el fuego.
—Ha tenido que ser un accidente. Supongo que ahora
buscarán al responsable.
Todos en el departamento de ciencias trabajaban con
sustancias peligrosas, todos temían haber sido la causa del descuido que había
causado el incendio pero ella llevaba demasiado tiempo siendo Perséfone,
demasiado tiempo sin creer en los accidentes. Había cabos sueltos que podía
unir.
—Yo habría estado dentro si… —se detuvo de pronto,
frunciendo el ceño. Jóvenes que no eran alumnos suyos y la ventana de su
despacho. Ella había sido la que había estado más cerca en el momento de la
explosión. La habían llevado directamente allí. Las cosas suceden por un
motivo.
Sacudió la cabeza, como si siguiera perdida en sus
pensamientos, y se alejó de sus compañeros. Sus pasos bordearon el edificio
hasta llegar a la parte trasera. El hueco de la ventana de su despacho era
ahora un agujero ennegrecido, la ceniza había llegado hasta el árbol bajo el
que los jóvenes habían estado sentados y el suelo se había teñido de gris.
Edward Lutrell la esperaba apoyado en el tronco. Casi no lo reconoció, después
de tanto tiempo. Ahora llevaba muy largo su cabello rubio y el viento se lo
revolvía; vestía una chaqueta de color rojo y una camisa blanca con chorreras y
encajes en las mangas, como salido de la página de un cuento de hadas.
«Me gusta que me miren», le había dicho una vez.
Perséfone nunca lo había entendido, ella que siempre se había esforzado por parecer
invisible.
«Al final todos hacemos realidad nuestros deseos, de
una forma u otra», pensó mientras se acercaba a él.
—Has tardado mucho, querida, llevo horas esperándote
—Edward ni se movió para saludarla, como si no llevaran años sin verse. Llevaba
guantes blancos, eso era nuevo.
—Tu invitación me señalaba el lugar, pero no la hora…
Eres la última persona que esperaba ver aparecer por aquí —Perséfone sonrió,
aunque no estaba segura de si se alegraba de verle.
—Tú también te fuiste al final, por lo que me
contaron. Creí que no volverías… He oído rumores…
—Todos falsos —ella se cruzó de brazos, él esbozó una
media sonrisa.
—Pero divertidos… Siempre has sido muy seria.
—Y siempre te pido explicaciones, Edward.
—¿Es que el fuego ha necesitado explicaciones alguna
vez? Es hermoso, Pat.
—Ha pasado mucho tiempo desde tu expulsión. La
venganza se sirve fría, no helada. ¿Por qué este incendio?
Edward se encogió de hombros, ella lo conocía bien y
sabía que, aunque intentaba ser ambiguo, la venganza no era algo que le quitara
el sueño. No, sus planes tenían que ser otros.
—En realidad solo quería hacer una entrada
espectacular.
Eso sí que iba con el carácter que recordaba. Edward
empezó a quitarse los guantes, muy lentamente, sin darle más explicaciones.
Perséfone sentía que eso no era todo, que algo iba mal. Su antiguo condiscípulo
siempre había tenido manos de pianista, de dedos largos y finos. Guardó los
guantes en un bolsillo.
—Es lo malo de llevar guantes blancos, se manchan con
nada.
—¿Y por qué iban a…?
El alzamiento de cejas de su compañero le indicó de
dónde venía el ataque y pudo girarse a tiempo de ver cómo uno de los operarios
se abalanzaba sobre ella. Se apartó y esquivó el golpe, pero necesitaba unos
segundos para sacar el arma. ¡Maldita sea! Otro de los operarios se le acercaba
por la espalda. El césped crujía bajo sus pasos, lo sentía muy cerca. Llevaban
el uniforme de los servicios de emergencia, aunque estaba claro que no lo eran
e iban armados con porras eléctricas. Perséfone no pudo evitar que el siguiente
golpe fuera una sacudida en su hombro. Aulló de dolor, pero ya tenía los
segundos que necesitaba y su mano aparentemente desnuda se extendió hacia su
atacante con los dedos arqueados como si sostuviera algo que el hombre no podía
ver. Disparó y su oponente cayó al suelo.
Aparecieron dos hombres más, que no dudaron en unirse
a la refriega. Estos llegaban más prevenidos y tuvieron cuidado en esquivar sus
balas. Uno de ellos emitió un grito de auténtico pánico cuando su rostro se
cubrió de llamas. Edward había chasqueado los dedos y una pequeña llama azulada
había prendido en su dedo corazón. Ahora acercaba la mano al rostro de su nuevo
contrincante mientras esquivaba con destreza su golpe, como con un paso de
baile.
Perséfone no tenía tiempo de fijarse en él, tenía que
concentrarse en sus propios problemas, en el hombre que se le acercaba.
Demasiado cerca. Demasiado tarde para disparar. Sintió un nuevo golpe en el
costado y la descarga eléctrica la dejó aturdida durante unos segundos, que su
atacante aprovechó para descargar un nuevo golpe y hacerla caer al suelo. Su
mano se abrió un instante y sintió cómo escapaba la pistola, aunque nadie podía
verla. Mantuvo la mano en la misma posición, esperando que él pensara que
todavía seguía armada y tuviera cuidado al acercarse a ella. Rebuscó en su
bolso con la otra mano hasta que sus dedos tocaron la forma ovalada de una
granada de mano. Llegaban más hombres, pero todavía estaban a bastante
distancia. ¿Qué estaba pasando?
Nadie parecía haberse dado cuenta de qué estaba
sucediendo allí. Estaban solos. El rector había recomendado a todos que se
fueran y dejaran trabajar tranquilos a los operarios, los pocos que quedaban
debían haberse dispersado ya. Nadie oiría sus gritos si los daba. No lo haría,
de todas formas. Ella era Perséfone y toda esa temporada de tranquilidad no la
había hecho dejar su arsenal en casa. Se incorporó de un salto y les arrojó la
granada antes de que se acercaran más.
La explosión no importaba, se habían escuchado unas
cuantas en el edificio. Demasiados materiales inflamables. Buscó a toda prisa
otra pistola mientras los supervivientes se acercaban. Edward no iba ayudarla,
se quedaría parado, mirando sus torpes esfuerzos mientras ella intentaba
librarse del enemigo. No, ni siquiera eso. Contemplaba embelesado al hombre
ardiendo mientras murmuraba algo que Perséfone interpretó como «el fuego es
hermoso».
—No, ocuparos primero de ella —dijo uno que parecía
ser el que daba las órdenes. Perséfone no dejó que se acercaran más. Con la
pistola de repuesto ya en la mano, extendió el brazo y apuntó con tal precisión
que la bala atravesó el cuello del hombre. Apenas le dio tiempo a llevarse las
manos a la garganta, sin estar seguro de qué era lo que había pasado, antes de
caer al suelo. ¿Cuántos quedaban? Sí, tenía suficientes balas. Estaba lista.
Disparó.
«Creía que podría volver atrás, recuperar lo que fui
y, quizás, hacer reflexionar a Kain… pero no he dejado nada atrás. Llevo a
Perséfone conmigo. Soy Perséfone».
Solo se giró un segundo para ver cómo estaba su
antiguo condiscípulo. Edward se veía tranquilo, sacudiéndose la chaqueta porque
le había caído ceniza.
—En realidad he venido a buscarte. ¿Necesitas ayuda,
Pat? —preguntó en lo que el último operario caía al suelo entre estertores, sin
ver venir la bala invisible—. Creo que no.
Ella se dejó caer contra el árbol, apoyándose en el
tronco. Le dolían los huesos y aún tenía espasmos en los músculos por los
golpes eléctricos.
—Todos los hombres de mi vida me meten en líos.
—Seguro que yo soy el más elegante —una media sonrisa
alumbró el rostro de Edward, que le enseñó las manos, orgulloso de ellas—. Lo
más difícil de conseguir fue que no se quemaran los encajes de las mangas.
Perséfone las observó con curiosidad, las yemas de
los dedos se veían rugosas y olían a quemado. Edward apartó las manos cuando
ella intentó tocarlas.
—Solo tengo que chasquear los dedos —hizo la
demostración y una llama pequeña y azulada prendió en el dedo índice—. Fue
difícil, pero lo conseguí. Son cápsulas de metano, por eso la llama es tan
azul. Me las injertan en los dedos. Merece la pena, aunque cuesta una
millonada, mi padre no lo sabe, por supuesto….
—Supongo que no te planteaste usar camisas sin
encajes.
—Querida Pat, hay cosas a las que no se puede
renunciar.
¿Eso era cierto? En algunas ocasiones le parecía que
ella había renunciado a todo, a tanto que ahora estaba vacía. Tal vez debería
haber conservado algo… pero quería convencerse a sí misma de que no echaba nada
de menos.
El sol se había puesto y apenas los alumbraba la llama
que nacía en el dedo de Edward. Él no podía dejar de mirarla, como si estuviera
hipnotizado. Habían estudiado juntos solo un curso, en aquella misma
universidad. Una época estresante en la que el laboratorio se había incendiado
al menos una docena de veces. Todos sabían que había sido él. Al principio no,
claro, lo achacaron a accidentes fortuitos. Edward los miraba a todos con su
rostro de ángel y los desarmaba con su sonrisa. No pasó mucho tiempo hasta que
las sospechas se fueron volviendo certezas. Edward tampoco se escondió
entonces, ni lo llegó a negar en ningún momento. Afirmaba que no hacía nada
malo, no hacía daño a nadie y nunca había víctimas, se cuidaba mucho de ello.
Perséfone le preguntó una vez por qué tenía tanto cuidado, si realmente le
preocupaba matar a alguien. En aquel entonces él había contestado «la carne
humana no huele bien al quemarse» con un tono frívolo que a ella le había dado
escalofríos, porque daba la impresión de que ya había quemado a alguien para
saberlo.
Matar era tan fácil. Ahora lo sabía. Seguramente
aquella chica impresionable que había sido se habría horrorizado al verla
ahora. Se decía que no disfrutaba al matar, pero tampoco sentía remordimientos.
Edward… Edward siempre necesitaba disfrutar con lo que hacía.
En aquel entonces lo había disculpado, se había dicho
que Edward sí tenía escrúpulos y que los ocultaba bajo esa capa de frivolidad
con la que se vestía, buscando hacerse el interesante, pero lo cierto es que si
esos escrúpulos habían existido, ahora los había dejado atrás y el rostro del
operario quemado no había hecho arrugar su nariz.
Tampoco ella había parpadeado al disparar y ahora se
preguntaba si debían dejar los cadáveres allí o llevárselos antes de que los
descubrieran. Edward le dijo que no se preocupara, que mandaría a alguien a
ocuparse de ellos.
Por supuesto. No iba a mancharse las manos.
Su antiguo condiscípulo era hijo de uno de los
empresarios más ricos de la ciudad, Philip Lutrell. Su padre era benefactor de
la universidad y había pagado sin rechistar todos los desperfectos que había
causado su vástago, pero cuando el viejo edificio del rectorado ardió por los
cuatro costados no fue suficiente que se ofreciera a reconstruirlo, ni siquiera
que contratara a Horace Turm, uno de los más prestigiosos arquitectos del
mundo. Allí si murió una persona, aunque Edward juró y perjuró que había sido
un accidente y que no tenía que haber estado allí. Nadie creía en su
arrepentimiento y su padre tuvo que emplear a toda su legión de abogados para
que no terminara en prisión, lo que no pudo evitar era que lo expulsaran de la
universidad.
Perséfone sí había creído en la inocencia de su
amigo. Edward era un químico excelente al que se le iba un poco la mano en sus
experimentos y sabía que la expulsión le había dolido, aunque fingía tomárselo
con tranquilidad. Presumía a menudo de que podía contratar profesores privados
y conseguir mejor equipo que el que tenían allí y que, de todas formas, para él
la química no era más que una afición.
Eso era algo que Perséfone no terminaba de entender
del todo, sus mundos eran tan distintos que a veces sentía que no eran de la
misma ciudad. Edward vivía en la mejor zona de la ciudad, entre gente elegante
y sin problemas, donde las casas eran enormes y los jóvenes veían más a los sirvientes
que a los padres. Edward no tenía hermanos y no entendía que ella se preocupara
tanto de los suyos, no comprendía la responsabilidad que sentía sobre sus
hombros. Para él los problemas no existían, todo podía comprarse. Y lo que no
podía comprarse era porque no merecía la pena. Discutían a menudo sobre ello y
ninguno consiguió que el otro entendiera su punto de vista pero habían sido
amigos o eso creía ella. Después descubrió que en realidad no lo eran, a pesar
de tener la misma edad ella había adoptado el rol de la madre a la que Edward
apenas veía y solo la buscaba cuando se veía en problemas, buscando ayuda o
consejo, y desaparecía de su vida cuando ya no la necesitaba.
Perséfone no se lo reprochaba ¿cómo podría? Ella
había desaparecido dejando a sus hermanos solos, pensando que con enviar dinero
era suficiente, que era todo lo que necesitaban. Y se había equivocado. Había
dejado sola a gente que le importaba y ni se había dado cuenta del daño que
había hecho hasta que había sido demasiado tarde. Pagaba por ello cada día. Y,
sin embargo, no podría haber hecho otra cosa. No podía cargar sobre sus hombros
el peso de las decisiones de los demás, pero le costaba no hacerlo. Pesaban
tanto como las suyas propias.
Llevó a Edward hasta su nuevo apartamento. Había
buscado un sitio tranquilo, lejos de su antiguo barrio, como si una parte de
ella aún no estuviera preparada para recuperar del todo su antigua vida. Apenas
tenía un par de sillas y su maleta estaba todavía sin deshacer, como si aquel
fuera solo un sitio provisional del que tendría que salir huyendo pronto. Sin
embargo ya nadie la perseguía, no tendría que huir nunca más… También había
otras cosas en la habitación, cosas que no se veían y que él no notó. La
habitación no era muy grande y parecía aún más pequeña y sórdida con él dentro.
Edward se sentó en una de las sillas y chasqueó los dedos, volviendo a prender
esa llama azulada que podía quedarse horas mirando.
Perséfone pensó que le daba igual si ardía todo el
apartamento. Se sentó a su lado.
—¿Vas a contarme ahora qué está pasando?
EN EL PRÓXIMO NÚMERO:
El
reencuentro con Edward traerá nuevos problemas a la vida de Perséfone. ¿En qué
está metido su antiguo compañero de facultad? Pronto lo descubriremos.
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